Corría desnuda por una calle poblada de terráqueos. Su risa alocada le impedía ver las caras de reprobación, los gestos de dedos retorciéndose contra sienes y las miradas furibundas de padres y madres que tapaban los ojitos de los niños, como si la locura fuera indecente, tanto más que el desnudo.
Cuando se cansó de correr y de reír, puso curitas en cada una de sus heridas, sentada en el cordón de la vereda. Acto seguido, volvió a su casa, ya vestida con un traje imaginario y muy seria. La recibieron sus máscaras, indignadas por no haberlas llevado al paseo. Cada una de ellas tenía un reproche diferente, cada una de ellas masticaba su desprecio y su furia, a su manera. Pero ella las esquivó, valiéndose de la ventaja de sus alas azules y sin rencores les arrojó, desde el cielorraso una parva de flores cibernéticas en forma de email.
Doble llave a su cuarto, escuchando las vocecitas enojadas contra la puerta, pero ya se había quitado el traje imaginario y sin él, las máscaras no combinarían con el color de su piel desnuda.
Tomó el nuevo libro, ajado de tiempo y con evidentes huellas de su dueño. Imaginó la montaña rusa que él habría experimentado entre sus páginas y se abandonó a la lectura.
Las máscaras dormían detrás de la puerta y tres gatos se apilaban entre las sábanas.
Esa, fue la noche más tenue.
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